Por su hermosa belleza reproducimos la carta enviada por nuestro compañero, el director diocesano de Obras Misionales Pontificias de Cáceres, Pedro Jesús Mohedano y dada a conocer a través de OMPPRES.
Querido amigo/a: No me importa cómo te
llamas, ni de dónde eres; si eres sacerdote, religioso o seglar; tampoco si
eres joven o anciano, hombre o mujer… Lo único que me llama la atención, te lo
digo de corazón, es el coraje que has tenido para salir de tu tierra,
desligarte de todo tu entorno –como el arriesgado Abrahán- y afincarte en una
tierra desconocida, normalmente pobre, para intentar, como dice el papa
Francisco, que ‘todo el mundo experimente la alegría de creer’.
Para ti la fe no ha sido simplemente creer
en Alguien maravilloso y cumplir unas normas, que vienen muy bien para
tranquilizar la conciencia; para ti la fe ha sido, sobre todo, seguir a
Jesucristo y renunciar a un gratificante presente, paraíso de experiencias que
la sociedad del bienestar ofrece; para ti la caridad es mucho más que acercarse
de vez en cuando a la casa del pobre y pasar un rato compartiendo la crueldad
del momento…; tú has elegido vivir entre ellos, como ellos, y lo que es más
hermoso: arriesgar, a veces, la vida por ellos. Y es que ‘La fe más caridad es
igual a misión’.
De vez en cuando, a través de las revistas
y medios audiovisuales, te contemplo celebrando la eucaristía bajo un árbol o
en una humilde choza, rodeado de un puñado de gente que participa con devoción
y entusiasmo, ¡cómo cantan y cómo danzan! Me impresiona verte rodeado de niños
y adultos, muchos descalzos, quienes, a pesar de su pobreza, te miran con
rostros complacientes. Muchas veces te oí decir: ‘no cambio mi situación por
todo el oro del mundo’.
Imagino que no todo son vivencias
gratificantes.
Yo sé que tú, como el buen Jesús, tienes
llagas que sangran en lo más íntimo de tu corazón; sobre todo al sentirte
impotente para solucionar tanto dolor ajeno, como el día en el que descubriste
que una serpiente había engullido a dos niños mellizos en el poblado. O aquel
otro, en el que después de sufrir una transfusión de sangre, te inocularon con
ella –por falta de los controles debidos- una terrible enfermedad, que llevarás
sobre tus hombros, como una pesada cruz, durante toda la vida.
En esta jornada del Domund el rostro de
miles de misioneros, como tú, afloran en mi memoria. El silencio al que, a
veces, os sometemos durante el resto del año, nos priva del elocuente
testimonio de vuestras vidas, que tienen la capacidad de interpelar a tantos
que buscan modelos creíbles. Los que tenemos el regalo de la fe contemplamos
con gozo, admiración y gratitud, la belleza evangélica de nuestra querida
Iglesia misionera. Necesitamos conocer y recordar vuestra historia personal,
ese trabajo silencioso, confiado y lleno de amor, que realizáis allí donde la
gente no sabe tan siquiera qué es eso de los poderes financieros y los traumas
que se producen en nuestra sociedad del bienestar.
Hoy, especialmente, levantamos nuestros
ojos al cielo para pedir al primer Misionero, Jesús, que derrame sobre vosotros
y vuestras comunidades un diluvio de gracia. Que suscite abundantes vocaciones
misioneras, porque si el mandato misionero se olvida, ¿para qué sirve la
Iglesia?
También apostamos por construir, desde las
calles, plazas y templos de nuestros pueblos y ciudades, un generoso puente de
solidaridad, que sea instrumento eficaz para llevar vida y alegría a tantos
hijos de Dios, que no han tenido aún la suerte de conocer los tesoros del Evangelio”.