Mensaje del Santo Padre Francisco con motivo de la celebración el próximo día 26 de Abril de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones.
Queridos hermanos y hermanas:
El cuarto Domingo de Pascua nos presenta el icono del Buen
Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las
guía. Hace más de 50 años que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de
Oración por las Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar
para que, como dijo Jesús a sus discípulos, «el dueño de la mies… mande obreros
a su mies» (Lc 10,2). Jesús nos dio este mandamiento en el contexto de un envío
misionero: además de los doce apóstoles, llamó a otros setenta y dos discípulos
y los mandó de dos en dos para la misión (cf. Lc 10,1-16). Efectivamente, si la
Iglesia «es misionera por su naturaleza» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes,
2), la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión.
Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y
conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa aceptar que el
Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero, suscitando en
nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra vida y gastarla
por la causa del Reino de Dios.
Entregar la propia vida en esta actitud misionera sólo será
posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Por eso, en esta 52
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, quisiera reflexionar
precisamente sobre ese particular «éxodo» que es la vocación o, mejor aún,
nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la palabra
«éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la maravillosa historia
de amor de Dios con el pueblo de sus hijos, una historia que pasa por los días
dramáticos de la esclavitud en Egipto, la llamada de Moisés, la liberación y el
camino hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo ―el segundo libro de la
Biblia―, que narra esta historia, representa una parábola de toda la historia
de la salvación, y también de la dinámica fundamental de la fe cristiana. De
hecho, pasar de la esclavitud del hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la
obra redentora que se realiza en nosotros mediante la fe (cf. Ef 4,22-24). Este
paso es un verdadero y real «éxodo», es el camino del alma cristiana y de toda
la Iglesia, la orientación decisiva de la existencia hacia el Padre.
En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este
movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a
uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra
vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en
camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia la tierra
nueva. Esta «salida» no hay que entenderla como un desprecio de la propia vida,
del propio modo sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario,
quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia,
poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: «El que
por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras,
recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt 19,29). La raíz profunda
de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana es sobre todo una
llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de uno mismo,
descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como un salir del yo
cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de
este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento
de Dios» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 6).
La experiencia del éxodo es paradigma de la vida cristiana,
en particular de quien sigue una vocación de especial dedicación al servicio
del Evangelio. Consiste en una actitud siempre renovada de conversión y
transformación, en un estar siempre en camino, en un pasar de la muerte a la
vida, tal como celebramos en la liturgia: es el dinamismo pascual. En efecto,
desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde el peregrinar de Israel por
el desierto a la conversión predicada por los profetas, hasta el viaje
misionero de Jesús que culmina en su muerte y resurrección, la vocación es
siempre una acción de Dios que nos hace salir de nuestra situación inicial, nos
libra de toda forma de esclavitud, nos saca de la rutina y la indiferencia y
nos proyecta hacia la alegría de la comunión con Dios y con los hermanos.
Responder a la llamada de Dios, por tanto, es dejar que él nos haga salir de
nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y
fin de nuestra vida y de nuestra felicidad.
Esta dinámica del éxodo no se refiere sólo a la llamada
personal, sino a la acción misionera y evangelizadora de toda la Iglesia. La
Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que es una Iglesia
«en salida», no preocupada por ella misma, por sus estructuras y sus
conquistas, sino más bien capaz de ir, de ponerse en movimiento, de encontrar a
los hijos de Dios en su situación real y de com-padecer sus heridas. Dios sale
de sí mismo en una dinámica trinitaria de amor, escucha la miseria de su pueblo
e interviene para librarlo (cf. Ex 3,7). A esta forma de ser y de actuar está
llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale al encuentro del
hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con la gracia de Dios
las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, este éxodo liberador hacia
Cristo y hacia los hermanos constituye también el camino para la plena
comprensión del hombre y para el crecimiento humano y social en la historia.
Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o intimista
que pueda confundirse con la emoción del momento; es un compromiso concreto,
real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al servicio de la
construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la vocación cristiana,
radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al
compromiso solidario en favor de la liberación de los hermanos, sobre todo de
los más pobres. El discípulo de Jesús tiene el corazón abierto a su horizonte
sin límites, y su intimidad con el Señor nunca es una fuga de la vida y del
mundo, sino que, al contrario, «esencialmente se configura como comunión
misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23).
Esta dinámica del éxodo, hacia Dios y hacia el hombre, llena
la vida de alegría y de sentido. Quisiera decírselo especialmente a los más
jóvenes que, también por su edad y por la visión de futuro que se abre ante sus
ojos, saben ser disponibles y generosos. A veces las incógnitas y las
preocupaciones por el futuro y las incertidumbres que afectan a la vida de cada
día amenazan con paralizar su entusiasmo, de frenar sus sueños, hasta el punto
de pensar que no vale la pena comprometerse y que el Dios de la fe cristiana
limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes, no tengáis miedo a salir de vosotros
mismos y a poneros en camino. El Evangelio es la Palabra que libera, transforma
y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso es dejarse sorprender por la llamada
de Dios, acoger su Palabra, encauzar los pasos de vuestra vida tras las huellas
de Jesús, en la adoración al misterio divino y en la entrega generosa a los
otros. Vuestra vida será más rica y más alegre cada día.
La Virgen María, modelo de toda vocación, no tuvo miedo a
decir su «fiat» a la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos guía. Con la
audacia generosa de la fe, María cantó la alegría de salir de sí misma y
confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar
plenamente disponibles al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros,
para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro
con los demás (cf. Lc 1,39). Que la Virgen Madre nos proteja e interceda por
todos nosotros.
Vaticano, 29 de marzo de 2015
Domingo de Ramos
Francisco